Que no le falte viento al pirata Ñankupel | Por Adrián Moyano

COLUMNA|

Ahora está fascinado con no sé qué personajes de Lego, pero casi dos años atrás, mi hijo más pequeño sólo hablaba de piratas y preguntaba sobre más piratas. Una noche en la que justamente estábamos a orillas del mar, en Comodoro Rivadavia, surgió el interrogante: ¿hubo piratas mapuche? En la mesa se alzó la voz del chacha Jorge Spíndola Cárdenas, tremendo poeta, doctor en Ciencias Sociales y por espacio de dos años, vecino de Valdivia: sí hubo un pirata mapuche. Pedro Ñankupel, dijo.


Entonces, en lugar de agotarse las preguntas, se multiplicaron los interrogantes, pero ya no era Ayün quien las hacía, sino su padre, o sea, este columnista. En un lapso relativamente breve, la memoria de Ñankupel se hizo cuerpo, primero a través de una banda de punk rock y luego, de un libro. Son varias las respuestas: el pirata williche actuó en los últimos tramos del siglo XIX y en Chiloé. Fue un gran navegante el peñi y temprano defensor de la itrofilmongen, es decir, de toda la vida, al no admitir la devastación ambiental que el progreso significaba para el achipiélago de las Guaitecas.

Como siempre en estos casos, la leyenda se mezcla con la historia, pero dicen que se cargó a 99 inescrupulosos antes de que el Poder Judicial -la justicia es otra cosa- decidiera su fusilamiento. Una de las veces que anduve por Puerto Montt busqué infructuosamente algo para leer, pero debo a un gesto cordial del también poeta José Mansilla Contreras, vecino de Coyhaique, el tener a mano el libro de Enrique Valdés. Es una novela, sé que hay otros y que inclusive, existe una película en ciernes.
No todas las veces que quisiera, pero estuve varias veces en Chiloé y nunca nadie me habló ni vi seña alguna de Ñankupel.

Los dispositivos de silenciamiento funcionan bien en todos lados, pero tarde o temprano caen, hechos añicos. Estruendosa su caída, como los temas de la banda de Osorno. Me hice del CD de “Ñankupel” durante el Primer Encuentro del Libro y el Sonido Independiente que se hizo en Bariloche, el invierno pasado, con la organización de Simios Librepensadores, un terceto de cofrades. Atendía el puesto el guitarrista de la banda, Conselheiro, que además edita un fanzine. Dice la contratapa de la gráfica: “Tomamos el nombre de Pedro Ñankupel, peñi que luchó contra las injusticias de su tiempo en Chilwe, sobre todo contra los explotadores del ciprés”. Fue “condenado por la sociedad winka a ser fusilado por piratería, negándose incluso la sepultura en sus cementerios”. El Estado y el capitalismo no imponen semejante castigo, salvo que el condenado conmoviera seriamente sus cimientos.

Trescientos años de que naciera Ñankupel en Terao, los primeros españoles que arribaron al Ngulumapu observaron con detenimiento algunas costumbres mapuches. Como se sabe, los sacerdotes que aquí llegaron creían en el más tiránico de los dioses y se interesaron sobre todo, por encontrar paralelismos entre el Diablo y las manifestaciones de la espiritualidad ancestral. Uno de ellos, Diego de Rosales, que también supo asomarse al Nahuel Huapi, advirtió que cuando se producían tormentas eléctricas, los antiguos mapuche levantaban la vista hacia el cielo y observaban atentamente el resplandor de los refucilos y las rasgaduras de los truenos, mientras tocaban la trutruka, el kulkul y hacían afafan, es decir, proferían gritos de aliento. Los estampidos y estallidos de luz indicaban que en el alhue mapu, el Territorio de los Espíritus, los guerreros que ya habían partido continuaban la pelea interminable contra los wingka recién llegados. El weichan seguía en las alturas y aquí abajo, el deber era alentar con gritos y el sonido de los más estridentes instrumentos.


El domingo pasado hizo mucho calor en Bariloche. Al caer la tarde, nubes hacia el sur redondearon contornos poco usuales y adquirieron tonalidades casi negras. Estaba de espaldas pero alcancé a percibir el primer resplandor, seguido de su correspondiente descarga. Al segundo lo vi claramente hacia el sudoeste, donde más allá de la cordillera, se levanta Chiloé. Quizás haya molestado vecinos, pero mi grito de aliento fue para Ñankupel, el pirata williche que hizo justicia en Melinka y Las Huaytecas. En la novela de Valdez, su embarcación lleva  una curiosa bandera: un trapo rojo con la figura de una garza, parada sobre el hueso de un esqueleto. “Es la insignia de un pirata trabajador”, explica Ñankupel, mientras la arma. ¡Qué nunca te falte el viento! ¡Qué tu memoria hostilice siempre al sueño de los explotadores, pirata!