Un girón del alma, a pique con el “Bahía Buen Suceso”
La primera impresión que tuvimos del “Bahía Buen Suceso” no fue muy alentadora. Nadie esperaba un transatlántico, pero aquel buque nos generó una pequeña decepción. Incluso, después me confiaron que algún padre insultó sin disimulos a quien había convencido a nuestros progenitores de aventurarnos en viaje de egresados tan atípico. En lugar de venir a Bariloche, como ya era de uso y costumbre en 1981, nosotros iríamos a Ushuaia y nada menos que en barco, en un periplo de suerte incierta que se extendería por tres semanas. Era un mercante que además contaba con unos cuantos camarotes para pasajeros y a ellos nos dirigimos presurosos una vez que pusimos un pie a bordo, para ver dónde dormiríamos por los próximos 20 días. La segunda impresión mejoró un tanto nuestro semblante: el interior del “Bahía Buen Suceso” era austero pero cómodo, no sobraba nada, pero tampoco faltaba gran cosa. Además de nosotros, parte de la Promoción 81 del Colegio Sagrada Familia, de Villa Urquiza, había unos pocos pasajeros más. El resto de los embarcados, la tripulación.
Al salir de la rada de Buenos Aires, quedé impactado por el color gris que adquirían todos los edificios del centro mientras el barco se alejaba. La Casa Rosada perdía color, a medida que la proa perforaba las aguas marrones del río de la Plata. A determinada distancia, la ciudad no era más que una gran nube grisácea, a pesar del Sol y la ausencia de nubes. El segundo impacto provino de observar en dirección a nuestro rumbo: jamás imaginé que fueran tantos los barcos que esperaban turno para ingresar al puerto. Tantos, que la línea del horizonte se conformaba por centenares de siluetas de acero, de distintas tonalidades y tamaños. Con mis compañeros nos preguntamos por dónde iría a pasar el nuestro, ya que parecían conformar una muralla inexpugnable. Pero al acercarnos, constatamos que guardaban distancia prudencial entre sí y superamos la concentración sin mayores trámites. El tercero se produjo a la noche: si bien ya tenía la experiencia de acampar lejos de las luces citadinas, ver el firmamento mientras el barco buscaba la salida al mar, fue uno de los espectáculos más conmovedores de mi existencia. Imposible poner en palabras tanta grandeza.
El “Bahía Buen Suceso” pertenecía a Transportes Navales, una empresa de la Armada de la República Argentina. Transcurría la última dictadura y por entonces, contábamos con 17 años. Ninguno de nosotros tenía idea sobre el baño de sangre del que había participado la fuerza que nos conducía hacia Tierra del Fuego e inclusive, sentimos expectativas al atracar en Puerto Belgrano, su base más importante. Allí estaban el portaviones “25 de Mayo” y el crucero “General Belgrano”. Enormes, desmesurados, fuera de época… ¿Cómo íbamos a saber que el segundo, menos de un año después, se hundiría en las más gélidas de las aguas? La base queda cerca de Punta Alta y de Bahía Blanca. Un par de veces salimos para ver qué onda, después de varios días embarcados. Absolutos inconscientes, desfilábamos a lo milico durante un tramo del recorrido dentro de la base, para después romper la marcialidad y transformarla en una especie de murga. No sé si nadie vio la burla o si prefirieron no darle bola.
En el comedor, donde pasábamos largas horas, cantábamos canciones de León Gieco, Sui Generis, Porsuigieco, Pastoral y otras de melodías entradoras. Yo había crecido con lecturas sobre “Sandokan” y “El corsario Negro”, así que disfrutaba enormemente de navegar sobre el Atlántico Sur. El “Bahía Buen Suceso” transportaba unas camionetas sobre la cubierta y en sus cajas, pasamos varias tardes con algunos compañeros que también prestaban atención a las dimensiones inverosímiles de las olas o a los vuelos de las aves marinas que de vez en cuando, acompañaban al barco.
Ingresar al canal de Beagle fue otra experiencia inolvidable. Tres años antes, Chile y la Argentina habían estado a punto de cometer el error más serio de su historia reciente por las tres islas que ahora, mirábamos desde la borda. El cielo, del mismo color que el mar y al norte, Tierra del Fuego. Silenciosa, amplia y misteriosa, ante los ojos de aquel puñado de pibes porteños que suponían que la única normalidad posible, era la capitalina.
Hicimos aquel viaje hace 40 años. En el verano siguiente, tocó que el “Bahía Buen Suceso” desembarcara en las islas Georgias del Sur, a un grupo de trabajadores argentinos, contratados para desmantelar viejas instalaciones balleneras. Fue el incidente que escalada mediante, terminó en la Guerra de Malvinas. Durante el enfrentamiento, aviones británicos atacaron a “nuestro” barco en el estrecho San Carlos. No se hundió, pero quedó seriamente averiado y no funcionó más. Ahora que desempolvo estos recuerdos, leo que la Marina Real Británica lo hundió en aguas profundas en octubre, cuatro meses después de finalizadas las hostilidades.
Tendría más cosas para contar, pero se hace larga la columna. Una de ellas, el partido de fútbol que jugamos contra los colimbas, donde había funcionado la cárcel de Ushuaia. Hoy es un museo. Cuatro décadas atrás, yo no sabía nada de Simón Radowitsky. Saber que caminé por donde transitaron sus pasos y que respiré el mismo aire helado, vuelve a conmoverme.
Hace unos meses leí “Abordajes literarios. Cuentos del mar”, un libro hermosísimo que compiló Juan Bautista Duizeide, con textos de Bradbury, Patricia Highsmith, Kafka, Jack London, Mallarmé, Edgar Allan Poe, Juan José Saer, Sarmiento y otros monstruos literarios, de ayer y de hoy. Mientras lo leía, recordé que yo también tenía “un cuento del mar” que compartir, modestísimas andanzas navegantes que viví con mis otros 15 compañeros de Secundaria, hace exactamente 40 años. Candor que se fue a pique en los siguientes, con tanta prisa y dolor como el “Bahía Buen Suceso”.
POR| Adrián Moyano | Foto. D.P.