Columnas

Thoreau siempre está ahí

No puedo precisar cuándo supe de la existencia de Henry David Thoreau por vez primera. Quizá fuera en los tiempos de “El Expreso Imaginario”, mítica publicación que jalonó tramos de los 70 y que significó un refugio a la vez que un estallido de sensibilidades, para quienes fuimos adolescentes durante la última dictadura. O tal vez dos décadas más tarde, cuando cayeron en mis manos algunos ejemplares de “La letra A”, fanzine no menos mítico, aunque de menor circulación y de clara identificación anarquista. En cambio, sí puede precisar cuál fue la irrupción de Thoreau más reciente: se produjo al leer la reseña que sobre la película “Leave no trace” (“Sin rastro”), escribió el crítico Juan Pablo Cinelli para el diario capitalino Página/12. La película data de 2018 pero llegó a Netflix recientemente y al reseñarla, el especialista la emparentó sin dudar: “En los Estados Unidos existe una larga tradición de opción por la vida silvestre, que tiene su antecedente más notable en la figura del pensador y escritor Henry David Thoreau, nombre clave de la literatura de ese país, en especial en el más conocido de sus trabajos. ‘Walden, o la vida en los bosques’ es un libro con un aura mítica, en el que el autor narra su propia experiencia viviendo más de dos años aislado de la civilización, en una cabaña construida por él mismo a orillas de un lago”. El film es de Debra Granik y después de leer la crítica corrí a verla, porque precisamente, Thoreau ocupa un lugar de privilegio en mi panteón. Eso fue hace unas dos o tres semanas y si bien no recuerdo que padre e hija protagonistas mencionaran explícitamente a Thoreau en la trama, es obvio que su actitud se corresponde. En cambio, sí hay una invocación directa en “Mi abandono”, la novela del escritor Peter Rock que inspiró la película. Antes de arrancar la trama, hay una cita: “Es notable cuántas criaturas viven libres y salvajes en secreto en los bosques, pero se alimentan en los alrededores de los pueblos bajo la sola sospecha de los cazadores”.

Me sorprendí gratamente al encontrar el libro en una librería de Bariloche, publicación del sello argentino Ediciones Godot. Supongo que el título debe inspirarse en este pensamiento de Caroline, la chica protagonista: “Si una avanza confiada en dirección de sus sueños, encontrará un éxito inesperado en horas ordinarias. Atravesará un límite invisible. No olviden esto. No olviden que el pensamiento puede interponerse. Olviden olvidar. Buscamos olvidarnos de nosotros mismos, sorprendernos y hacer cosas sin saber cómo ni por qué. El camino de la vida es maravilloso. Se hace de abandono”.

Llama la atención que Thoreau se las arregle para permanecer entre nosotros y nosotras, si se tiene en cuenta que murió en 1862. No es el único, pero no hay tantos personajes del siglo XIX que periódicamente, irrumpan en la cultura popular, en particular, la que cultivan aquellos y aquellas que tiene algún rincón iconoclasta en sus pensamientos o emociones. Antes de aquella reseña, me había hecho de “Thoreau, el salvaje”, libro que lleva la firma del filósofo post anarquista Michel Onfray, también en la Argentina gracias a Ediciones Godot. El francés rescata a Thoreau en sus múltiples facetas, entre ellas, la de lector desaforado y también crítico, pero subraya la coherencia entre pensamiento y práctica: “No tiene sentido, para este hombre que critica libros -escribió Onfray- renunciar a ellos, pero tampoco tiene sentido contentarse sólo con ellos: él quiere también y sobre todo, en principio, el contacto con la naturaleza, la experimentación y la presencia del mundo, la activación sensual y sensorial: mirar, contemplar, observar, escrutar, percibir, oír, escuchar, tocar, palpar, degustar, rozar, sentir, oler, aspirar, respirar, probar”.

No, en la nómina no figura el verbo consumir.

Antiesclavista y pregonero de la desobediencia civil cuando su país inició una guerra de agresión contra México, Thoreau también se mostró admirador de las culturas indígenas, aunque no alcanzó a dimensionar la trama colonialista que se desplegaba frente a sus ojos. Hay una pregunta que se formula casi sola: ¿Cuál sería la actitud Thoreau en 2021? Aislarse para vivir dentro de la naturaleza es cada vez menos posible, porque como plantea “Sin rastro”, el Estado puede hasta perseguirte si elegís ese camino. Pero seguramente, Thoreau no dependería de múltiples pantallas, renegaría de los mandatos tecnológicos y se sustraería a los imperativos de las redes sociales, entre otras expresiones de autonomía. No obstante, no hay que perder de vista que la suya fue una rebelión individual, ante el avance del capitalismo en sus primeras versiones. Hoy, no hay chance de resistir, si no es en forma colectiva, pero el autor de “Walden” no se desesperó ante correlaciones de fuerzas adversas: “Cualquier hombre que sea más justo que sus vecinos, constituye ya una mayoría de uno”, proclamó. ¡Como no llevarlo en el tuétano!

Por Adrián Moyano.

Una trompada histórica, La Renga y el aguante del “maldito rock”

La columna iba a versar sobre cualquier otra cosa, pero un video aterrizó en mi celular. No tiene ni por asomo calidad profesional, es un registro más que aficionado y, además, después de hacer cuentas, constatamos que, por entonces, existían los celulares, pero sólo como teléfonos móviles, todavía no tenían capacidad de filmar. El que filmó ni siquiera tomó la precaución de cantar lejos del dispositivo que fuera y su voz se escucha más nítida que la del Chizzo. La imagen está tomada desde arriba del escenario y lo único que se advierte con total claridad son las aguas del Nahuel Huapi más, algunos de sus contornos montañosos. El que filmó no pudo ceder a la tentación y por momentos, pareciera que se dio al pogo. Sobre un rincón del precario escenario, flamea una orgullosa wenufoye. En otro de sus rincones, la bandera mapuche-tehuelche que, sobre todo, identifica a las comunidades de Chubut y Santa Cruz. Salvo por instantes, la música se adivina más que escucharse, pero como la muchachada canta, la letra es inconfundible: “¡Hola a todos! ¡Yo soy el león!, / rugió la bestia en medio de la avenida, / todos corrieron, sin entender, / panic show a plena luz del día”. Es La Renga en el playón de Puerto San Carlos, es La Renga el 1ro de septiembre de 2005, es La Renga en Bariloche, 10 años después de que nuestro compañero Alfredo Chávez, le llenara la cara de dedos a Alfredo Astiz, símbolo del Terrorismo de Estado en la Argentina.

Sobre todo para les amigues puertomontinxs y para la purretada que nos pueda escuchar del lado argentino, quizás haga falta recordar un par de cosas.

El 1ro de septiembre de 1995, falté a la radio donde trabajaba porque andaba con gripe, pero la tenía sintonizada de temprano. En un momento, Carlos Bonilla, el conductor del programa, empezó a hablar en clave. Mencionaba un reporte del “francotirador del lago Berioshka” o algo así. Si bien al principio no entendí nada, supe que había pasado algo importante. Se sabía que el “ángel rubio de la muerte” andaba por casa porque todos los años venía a participar de un torneo para tropas de élite en el cerro Otto. Por entonces, los represores se paseaban impunemente por todos lados. Hasta recuerdo que compartí colectivo con Albano Harguindeguy unos años antes, todavía en Buenos Aires. Incluso, había gente que saludaba al ex ministro del Interior de la dictadura. Acá, fue distinta la cosa y a media mañana se develó la incógnita: un vecino había enfrentado al capitán de navío Astiz en la parada del Monolito, en el kilómetro 1 de la Avenida Bustillo, mientras el asesino de monjas esperaba el colectivo para ir de excursión. El guardabosques del Bosque Municipal Llao Llao había pasado con su camioneta hacia el centro, lo vio, no lo pudo creer y volvió. Se bajó y le preguntó: “¿vos sos Alfredo Astiz? Sí, ¿y vos quién sos? El que te va a recagar a trompadas”, respondió.

Par de días después conocí a Alfredo Cháves porque aquella radio -FM Mascaró- se convirtió en una suerte de base de operaciones. Lo llamaban de todos lados y por entonces, no sólo no había telefonía celular en Bariloche, ni siquiera abundaban los fijos. El asunto pasó en pleno menemismo. Año tras año por bastante tiempo, se conmemoró “la piña de Chávez” a instancias de un grupo de nombre glorioso: Autoconvocados Lo Emboqué Justo en la Trompa. ¿Cuántas veces vino La Renga a tocar gratis para celebrar la golpiza? Varios años después, cuando se produjo una tragedia de montaña en Bariloche, también un 1ro de septiembre, festejar perdió sentido.

Por estos días se cumplen 26 años de la pequeña revancha y pienso que Bariloche tiene fama de ciudad nazi. Bien ganada, por cierto, como queda en evidencia periódicamente. Pero también fue acá, en plena vigencia de las leyes de Punto Final, Obediencia Debida y los indultos, cuando se puso por primera vez un límite callejero a la impunidad. Hoy, 26 años después de aquel arrebato heroico, Alfredo Chávez es el pilar de La Vox Radio 100.1, la misma frecuencia que supo usar la gloriosa FM Mascaró.

La Renga -banda emblemática del rock argentino, si es que quedan- siempre fue de la partida. Tocó gratis para la gente y en solidaridad con aquellos puñetazos vindicadores. El video que disparó esta columna es un testimonio entrañable de la última vez que se armó la fiesta. El Poder Judicial falló la primera condena a cadena perpetua para Astiz en 2011 pero el pueblo empezó a hacer justicia acá, en Bariloche, 16 años antes porque hubo uno de nosotros que prefirió “la rebelión a vivir padeciendo”. Y allí estuvo “el rock, el maldito rock” para hacer el aguante.

Por Adrián Moyano.

Cuando la matria es el País de la Lluvia

El poeta oriundo de Chiloé, Sergio Mansilla, arranca unos de sus libros con un reconocimiento hacia un escritor que nos marcó a les sedientes y resistentes, cuando lo leímos tres o cuatro décadas atrás. Dice Mansilla: “Debo a Henry Miller este pensamiento: Soy un patriota de Changüitad y de Curaco de Vélez, Chiloé, donde me crie. El resto de Chile no existe para mí, excepto como idea, o historia o literatura”. Añade el escritor, docente universitario e investigador, que el pensamiento de Miller que inspiró el suyo está en “Primavera negra” y que se refiere a Fourteenth Ward, Brooklyn.

El que firma se siente particularmente identificado con las dos sentencias, la de Mansilla y la de Miller, aunque en sentido inverso. El nacido en Changüitad reside hace décadas en Valdivia y siente un particular desgarro al tener que vivir lejos de su tuwün, como diríamos en mapudungun, a tal punto que la línea que sigue, dice: “En mis sueños regreso a esa comarca de la isla de Quinchao, igual que un paranoico vuelve a sus obsesiones. Porque lo que es inmutable es el dolor de la separación, y este dolor sigue vivo después de que el cuerpo es enterrado”.

En mi caso, salvo lazos familiares cada vez más reducidos, nada me vincula con Buenos Aires, donde nací. Si tuviera que parafrasear a la dupla Mansilla-Miller, diría que mi patria es el territorio del Nahuel Huapi, adonde llegué algo más de 30 años atrás. El resto de la Argentina no existe para mí, salvo como idea, o historia o literatura. Pero el antiguo dominio de aquellos que “por su valentía se llaman tigres”, es una suerte de pago chico.

No soy poeta, pero a veces, me da por escribir cosas que llamo textos poéticos. Hago la salvedad porque precisamente, poesías son las que escriben personas como Mansilla, Jorge Spíndola, Rosabetty Muñoz, Viviana Ayilef, Cristian Aliaga, Carolyn Riquelme, Liliana Campazzo, David Añiñir y un largo etcétera, a uno y otro lado de la querida cordillera. Tengo pendiente un texto poético, decía, al que quisiera titular País de la Lluvia. Sus límites no fueron fijados por el fuckin’ perito Moreno o sus colegas trasandinos, sino por la naturaleza: a nadie escapa que cuando llueve o nieva en Bariloche, también llueve en Puerto Montt, en Osorno y en Valdivia. Cuando la lluvia golpetea techos en Los Lagos o en La Unión, hace otro tanto en Villa La Angostura o San Martín de los Andes. Cuando el viento se estrella contra las ventanas en Pucatrihue o Maicolpué, en minutos zumbará entre los coihues de las montañas hasta abrirse paso en la estepa neuquina, rionegrina o chubutense.

Una vez vi con claridad los límites del País de la Lluvia. La tarde anterior, Anahí Mariluan había tocado en Villarrica, en la apertura de “Tuwün”, la muestra de cine indígena que organizaba el realizador Gerardo Berrocal. Pernoctamos en Coñaripe, en la zona lacustre de la Araucanía y cuando emprendimos el regreso al Puelmapu, empezó a llover tenuemente, de manera que no pudimos saludar el gran Ruka Pillan -el volcán Villarrica- a nuestro paso por la ciudad del mismo nombre y Pucón. Después de atravesar Curarrehue, ya podíamos tocar las nubes con las manos y las montañas se ocultaban detrás del gris húmedo. Antes de llegar al puesto fronterizo del lado chileno, el agua se convirtió en nieve y los pehuenes ya acusaban algunas blancuras. Demoramos intencionadamente el cruce burocrático mientras apurábamos un par de sándwiches que llevábamos, para estirar esa sensación memorable: montaña, bosque, nieve, ruta… Transitar por el paso Mamül Malal en esa ocasión resultó emotivo, pero todavía faltaba para llegar a casa. Como la nevada no era intensa, retornamos por la sinuosa Ruta de los Siete Lagos, que precisamente, une San Martín de los Andes con Villa La Angostura y luego Bariloche.

Fue en esa ocasión donde advertí el límite del País de la Lluvia: quedaba todavía un tranco para dar con la ruta 237 cuando en el cielo, vi como la tormenta finalizaba con llamativa claridad geométrica con una línea diagonal que, a grandes rasgos, me pareció que seguía el curso sudoeste-noreste del río Limay. Vi en el Wenu Mapu, los contornos del País de la Lluvia. Entonces, me reconozco tributario de Sergio Mansilla y de Henry Miller, pero en otra dirección. Soy un patriota del Nawel Wapi Mapu y ciudadano del País de la Lluvia, donde no me crie, pero volví. El resto de la Argentina -y de Chile- no existen, excepto como idea, o historia o literatura. Patriota, aunque me siente mejor el concepto de matria y siempre, internacionalista.

Por| Adrián Moyano | Foto D.P.

La historia apache que “El Gran Chaparral” no te contó

En los 70 ganaba la pantalla chica de Buenos Aires y otras ciudades, una serie que convocaba al piberío y no tanto: “El Gran Chaparral”. En la ficción, respondía a ese nombre un rancho cuya propiedad era de la familia Cannon, cuyo jefe era John. Estaba asentado en un paisaje árido, polvoriento y arenoso que no trataba del todo bien al ganado. Aclaremos que, en este caso, “rancho” significa estancia o fundo, no mísera vivienda rural… John tenía como esposa a Victoria Montoya, hija de un poderoso hacendado, vecino y mexicano. Niño como era cuando me instalaba frente al televisor familiar en blanco y negro, la clase social a la que pertenecían los héroes de la trama no aparecía como dato principal, pero estaba clarísima: estancieros, los primeros beneficiarios de la usurpación del territorio indígena… No puedo afirmar que deba a la serie la primera referencia sobre la existencia de los apaches, pero por ahí debe andar.

No da buscar en YouTube y puede que apelar solamente a la memoria provoque errores, pero los Cannon interactuaron en un par de oportunidades con Cochise y con Victorio. Hoy, cuando estoy más cerca de los 60 pirulos que de los 50, sé que, junto con Mangas Coloradas, fueron los tres jefes más prestigiosos entre los apaches. Sí, adivino la pregunta: ¿y Jerónimo? El último es el más famosos entre los guerreros de su pueblo y dije bien, porque, aunque en los últimos momentos de libertad no le quedó otra que asumir liderazgo político, Goyathlay -su verdadero nombre- era en verdad un gran luchador y tenía conocimientos medicinales. Pero líderes con todas las letras, fueron sus predecesores.

La trama de “El Gran Chaparral” transcurría en un ambiente desértico de Arizona, precisamente uno de los distritos estadounidenses que se asentó sobre territorio apache y de otros pueblos. En más de una oportunidad, el “rancho” tuvo que fortificarse para repeler los ataques de los “indios”, que obviamente, eran los sempiternos malos de la película. Está de más decir que siempre, siempre, los Cannon y los Montoya se las ingeniaban para rechazar las incursiones de sus incómodos vecinos, aunque en la realidad, los guerreros apaches figuran entre los más aguerridos de la historia indígena. Con ellos pasó algo parecido a la resistencia mapuche: recién pudieron ponerla contra las cuerdas, cuando los ejércitos mexicano y estadounidense actuaron de común acuerdo. Por aquí, los ejércitos chileno y argentino hicieron otro tanto, en fechas llamativamente coincidentes.

Cochise murió a causa de una cruel enfermedad en 1874. En “El Gran Chaparral” nunca contaron el episodio que motivó su invencible rebeldía. La serie tampoco ventiló jamás que aquél, cuyos guerreros en la ficción no eran capaz de tomar un “rancho”, fue capaz de mantener a raya a un ejército de tres mil paramilitares estadounidenses, sólo con 500 de los suyos. Su suegro, Mangas Coloradas, perdió la vida después de caer en uno de los tantos engaños que jalonaron la relación entre indígenas y oficiales estadounidenses, desde 1850 en adelante. Asesinado por sus captores, un antecesor de Francisco Moreno se apoderó de su cráneo e hizo cosas indecibles que no voy a contar, porque “Sed y resistencia” sale al aire en horarios que pueden coincidir con la cena…

Victorio fue otro bravo entre bravos. Después de combatir tanto a mexicanos como a estadounidenses, después de cabalgar junto a Cochise y Mangas Coloradas, probó vivir en la infecta reserva de San Carlos, considerada el peor lugar del mundo por los apaches. Obviamente, cuando tuvo la oportunidad se fugó y retomó la senda de la insurrección. Victorio cayó a manos del ejército mexicano en un lugar llamado Tres Castillos. Después de agotar sus municiones, perdieron la vida 62 guerreros, 16 mujeres, niños y niñas. Ningún hombre adulto sobrevivió a esa masacre, pero el creador de “El Gran Chaparral” -el mismo de “Bonanza”- no escribió para contarnos esa historia, sino para que simpaticemos con los estancieros que se habían instalado en el varias veces centenario -o milenario- territorio apache. Escribió para que, durante nuestras niñeces aprendiéramos a admirar el clarín de la caballería, que siempre llegaba a tiempo para salvar los intereses de la clase propietaria.

Ninguna de las series o películas de Hollywood nos contó del traslado masivo que sufrieron los apaches chiricahua sobrevivientes, desde sus territorios ancestrales a Florida, en vagones de trenes sellados. Tampoco contaron cómo los niños y niñas murieron como moscas de tuberculosis, en las nefastas escuelas para “indios”, entre otras lindezas que trajeron la civilización y el progreso. Por estos días, se cumplen 135 de la capitulación de Jerónimo. Él y su gente soportaron casi tres décadas como prisioneros de guerra. Anciano, murió en Oklahoma, lejos del territorio que defendió como mejor pudo. Las series o películas de Hollywood quisieron ridiculizar la historia apache de rebeldía, reducirla a una cuestión de bandidos, salvajes y borrachos. Nunca hubo tiro por la culata, tan espectacular… Cochise, Mangas Coloradas, Victorio, Jerónimo: ¡recordemos esos nombres! Sólo mueren aquellos que dejamos de nombrar.

Por| Adrián Moyano | Ilustración D.P.

¿A qué “indios” consideraba San Martín “nuestros paisanos”?

El cruce de los Andes y la consecuente liberación de Chile y Perú, estuvieron precedidos por negociaciones y acuerdos con los longkos mapuche de la zona que permitieron el paso a las tropas nacionales y la custodia de la cordillera. Voluminosa cantidad de documentación así lo prueba. Es el San Martín que no le conviene rememorar a los intereses del capitalismo desaforado del siglo XXI.

La fechó el 27 de julio de 1819, cuando la monarquía se aprestaba a contraatacar para restablecer la colonia en el continente y el frente interno complicaba sus planes. En esa coyuntura difícil, San Martín templó los ánimos con su más célebre proclama: “Ya no queda duda de que una fuerte expedición española viene a atacarnos, sin duda alguna los gallegos creen que estamos cansados de pelear y que nuestros sables y bayonetas ya no cortan ni ensartan; vamos a desengañarlos. La guerra se la tenemos que hacer del modo que podamos. Si no tenemos dinero, carne y un pedazo de tabaco no nos ha de faltar; cuando se acaben los vestuarios, nos vestiremos con las bayetitas que nos trabajan nuestras mujeres y si no, andaremos en pelota como nuestros paisanos los indios. Seamos libres y lo demás no importa nada. Yo y vuestros oficiales os daremos el ejemplo en las privaciones y el trabajo. La muerte es mejor que ser esclavos de los maturrangos. Compañeros, juremos no dejar las armas de la mano hasta ver el país enteramente libre, o morir con ellas como hombres de coraje”. Estaba dirigida a los soldados del Ejército de los Andes.

¿A qué “indios” se refería el vencedor de Maipú? ¿Por qué los consideraba sus “paisanos”? De cinco años antes data el acuse de recibo que Francisco Inalikang le enviara desde San Rafael (Mendoza), cuando era gobernador de Cuyo. Según se infiere de la respuesta del fraile, el escrito inicial informaba sobre “los desgraciados sucesos de Chile” y a propósito, proponía “solidar nuestra amistad con nuestros paisanos los pehuenches, haciéndoles un parlamento por medio del señor comandante de frontera”. De acuerdo con la propuesta, Inalikang informaba que el 20 de octubre de 1814 saldría para poner en marcha esos designios. Existen como mínimo, 10 intercambios epistolares entre uno y otro. Se interrumpieron cuando San Martín marchó para enfrentar a los realistas y quedó a cargo del gobierno cuyano Toribio Luzuriaga.

¿Quién fue Francisco Inalikang? El historiador Jorge Pavez Ojeda reconstruyó su tarea como secretario de los longko pewenche, mediador político y judicial. Su padre fue longko en la zona de Bajo Imperial, en el Ngulumapu, y aliado de Ambrosio O’Higgins, es decir, el papá de Bernardo. Como resultado de los acuerdos que estaban en vigencia, a sus 10 años ingresó al Colegio de Naturales de Chillán (Chile) y en 1795 se ordenó sacerdote. Fue el primer cura mapuche y como párroco en San Rafael, desempeño una “gran diversidad de funciones entre los pewenche de la provincia de Cuyo”, nos dice Pavez Ojeda. Entre ellas, ofició como intérprete en el parlamento que se llevó a cabo entre las autoridades coloniales mendocinas y los longko pewenche en 1805. Continuó desempeñando esa función en los de 1814 y 1816, cuando en la capital cuyana se concentraba la energía de la revolución antimonárquica.

Resistir

Inalikang cumplió con la misión e informó sobre sus resultados el 29 de octubre de 1814. El trawün se había desarrollado seis días antes, con la participación de 15 longko y otras siete autoridades que los wingka consideraban capitanejos. El patiru (manera mapuche de llamar a los sacerdotes) consignó sus identidades: Neycuñam; Millatrin; Carripil; Lignancu; Paillayan; Calbical; Cathituen; Mañqueliu; Huirriñancu; otro Huirriñancu; Neyulem; Antiñan; Lincoñam; Caniuman y Llamiñancu. En el segundo grupo, Lemunilla; Antical; Lebianty; Reyñamcu; Huemical; Llamcan y Millatur (*).

Por ese primer entendimiento, los pewenche acordaron custodiar los pasos cordilleranos y resistir “a los enemigos si se atreviesen a intentar pasar a este lado de sus Cordilleras”. Si sus fuerzas resultasen insuficientes, debían avisar inmediatamente a la comandancia fronteriza. La vigilancia sobre el Paso del Planchón fue efectiva, ya que, a fines de noviembre, el longko Pañichiñe -quien aparentemente no había participado del trawün- informaba sobre el cruce de nueve hombres, que iban en dirección a Mendoza. Nada sucedía en la cordillera sin que los pewenche supieran.

Por esa vía cruzaría para hostigar al enemigo la columna al mando de Ramón Freire en enero de 1817, cuando el Ejército de los Andes se movió para coronar el cruce de los Andes con la victoria de Chacabuco. El Planchón une en el presente Malargüe (Argentina) con Curicó (Chile) y para San Martín, era obvio que formaba parte de territorio de sus “paisanos”.

El 10 de septiembre de 1816, dos años después de la primera tratativa, el futuro libertador escribió de manera reservada al gobierno de Buenos Aires: “He creído del mayor interés tener un parlamento general con los indios pehuenches, con doble objeto, primero, el que si se verifica la expedición a Chile, me permitan el paso por sus tierras (**); y segundo, el que auxilien al ejército con ganados, caballadas y demás que esté a sus alcances, a los precios o cambios que se estipularán”. La misiva explicaba además que ya estaban en el fuerte San Carlos “el gobernador Necuñan y demás caciques”, es decir, el mismo nizol longko (lonco principal) que había liderado el entendimiento de 1814.

Esta carta fue reproducida varias veces, nosotros la tomamos de la contribución que Carlos Martínez Sarasola tituló “La Argentina de los caciques. O el país que no fue”.

Años después de los sucesos y a instancias del general William Miller, San Martín describió a sus interlocutores, de su puño y letra: “El día señalado para el Parlamento a las ocho de la mañana empezaron a entrar en la Explanada que está en frente del Fuerte cada cacique por separado con sus hombres de Guerra, y las mujeres y niños a Retaguardia: los primeros con el pelo suelto, desnudos de medio cuerpo arriba, y pintados hombres y Caballos de diferentes colores, es decir, en el estado en que se ponen para pelear con sus Enemigos”.

La súplica

Hombre de armas al fin, el jefe del Ejército de los Andes se dejó maravillar por otra característica: “Al llegar a la explanada las mujeres y los niños se separan a un lado y empiezan a escaramucear al gran galope; y otros a hacer bailar sus Caballos de un modo sorprendente: en este intermedio el Fuerte tiraba cada 6 minutos un tiro de Cañón, lo que celebraban golpeándose la boca, y dando espantosos gritos; un cuarto de hora duraba esta especie de torneo, y retirándose donde se hallaban sus mujeres, se mantenían formados, volviéndose a comenzar la misma maniobra que la anterior por otra nueva tribu”. Es que Necuñan sería el principal, pero cada longko con su gente, se gobernaban a sí mismos.

Fue precisamente Inalikang, “de nación Araucano” según San Martín, quien se ocupó de la arenga inicial para “suplicarles permitiesen el paso del Ejército Patriota por su Territorio, a fin de ir a atacar a los Españoles de Chile, extranjeros a la Tierra, y cuyas miras eran de echarlos de su País, y robarles sus Caballadas, Mujeres e Hijos, etc.”. Salvo tres de los longko presentes, el conjunto aceptó la propuesta.

El segundo parlamento entre los pewenche y San Martín se llevó a cabo en el célebre Plumerillo, no mucho tiempo después. Fue en esa oportunidad que pronunció la frase reveladora: “Los he convocado para hacerles saber que los españoles van a pasar del Chile con su Ejército para matar a todos los indios y robarles sus mujeres e hijos. En vista de ello y como yo también soy indio voy a acabar con los godos que les han robado a Uds. las tierras de sus antepasados, y para ello pasaré los Andes con mi ejército y esos cañones”. Escuchó y anotó la expresión Manuel Olazábal, quien las incluyó en sus memorias.

Cuando el inminente expedicionario al Perú dio a conocer su proclama de 1819, no hablaba de abstracciones. Para sus subordinados, algunos de los cuales guerreaban con él desde 1813, los “paisanos” que andaban “en pelota” eran los pewenche, pero también el resto de los mapuche que se habían sumado a la causa de la patria, porque en Chile, las cosas lejos estuvieron de resolverse después de Maipú. Los partidarios de la causa realista siguieron combatiendo en el sur y si bien grandes longko permanecieron de su lado al honrar acuerdos preexistentes, los célebres Juan Kolüpi y Venancio Koñwepang engrosaron los ejércitos patriotas con sus weichafe. Inclusive Kalfükura y su hermano Namünkura fueron lanceros de la Patria, como atestiguó Ángel Pacheco, granadero de San Martín y luego, jefe principal en la expedición que lideró Rosas en 1833.

En nuestros días, la comunidad Pichiñan defiende espacio territorial en cercanía de Paso de Indios (Chubut). En una carta que dirigió en 1948 a Juan Domingo Perón, Juan de Dios Pichiñan mencionó que su abuelo Domingo, había combatido en Cancha Rayada, también del lado patriota. Al momento de dirigirse al presidente, Juan de Dios contaba con 82 años (***).

Cancha Rayada fue la única derrota que cosechó San Martín en Chile, y tuvo lugar el 19 de marzo de 1818. Poco más de un año después, invitó a emular a “nuestros paisanos los indios”.

En agosto de cada año, suelen imbuirse gobernantes, opositores, periodistas y otros formadores de opinión, docentes y hasta campañas de marketing, del espíritu que consideran sanmartiniano. 202 años después de aquella proclama que todavía emociona, ninguna comunidad mapuche tiene a salvo su territorio de aspiraciones petroleras, megamineras, hidroeléctricas, forestales, ganaderas, turísticas o meramente inmobiliarias. Al igual que los godos de antaño, insisten en robarles territorio, aunque de San Martín fueran paisanos.

Por| Adrián Moyano | En estos Días| Ilustración D.P.

Un girón del alma, a pique con el “Bahía Buen Suceso”

La primera impresión que tuvimos del “Bahía Buen Suceso” no fue muy alentadora. Nadie esperaba un transatlántico, pero aquel buque nos generó una pequeña decepción. Incluso, después me confiaron que algún padre insultó sin disimulos a quien había convencido a nuestros progenitores de aventurarnos en viaje de egresados tan atípico. En lugar de venir a Bariloche, como ya era de uso y costumbre en 1981, nosotros iríamos a Ushuaia y nada menos que en barco, en un periplo de suerte incierta que se extendería por tres semanas. Era un mercante que además contaba con unos cuantos camarotes para pasajeros y a ellos nos dirigimos presurosos una vez que pusimos un pie a bordo, para ver dónde dormiríamos por los próximos 20 días. La segunda impresión mejoró un tanto nuestro semblante: el interior del “Bahía Buen Suceso” era austero pero cómodo, no sobraba nada, pero tampoco faltaba gran cosa. Además de nosotros, parte de la Promoción 81 del Colegio Sagrada Familia, de Villa Urquiza, había unos pocos pasajeros más. El resto de los embarcados, la tripulación.

Al salir de la rada de Buenos Aires, quedé impactado por el color gris que adquirían todos los edificios del centro mientras el barco se alejaba. La Casa Rosada perdía color, a medida que la proa perforaba las aguas marrones del río de la Plata. A determinada distancia, la ciudad no era más que una gran nube grisácea, a pesar del Sol y la ausencia de nubes. El segundo impacto provino de observar en dirección a nuestro rumbo: jamás imaginé que fueran tantos los barcos que esperaban turno para ingresar al puerto. Tantos, que la línea del horizonte se conformaba por centenares de siluetas de acero, de distintas tonalidades y tamaños. Con mis compañeros nos preguntamos por dónde iría a pasar el nuestro, ya que parecían conformar una muralla inexpugnable. Pero al acercarnos, constatamos que guardaban distancia prudencial entre sí y superamos la concentración sin mayores trámites. El tercero se produjo a la noche: si bien ya tenía la experiencia de acampar lejos de las luces citadinas, ver el firmamento mientras el barco buscaba la salida al mar, fue uno de los espectáculos más conmovedores de mi existencia. Imposible poner en palabras tanta grandeza.

El “Bahía Buen Suceso” pertenecía a Transportes Navales, una empresa de la Armada de la República Argentina. Transcurría la última dictadura y por entonces, contábamos con 17 años. Ninguno de nosotros tenía idea sobre el baño de sangre del que había participado la fuerza que nos conducía hacia Tierra del Fuego e inclusive, sentimos expectativas al atracar en Puerto Belgrano, su base más importante. Allí estaban el portaviones “25 de Mayo” y el crucero “General Belgrano”. Enormes, desmesurados, fuera de época… ¿Cómo íbamos a saber que el segundo, menos de un año después, se hundiría en las más gélidas de las aguas? La base queda cerca de Punta Alta y de Bahía Blanca. Un par de veces salimos para ver qué onda, después de varios días embarcados. Absolutos inconscientes, desfilábamos a lo milico durante un tramo del recorrido dentro de la base, para después romper la marcialidad y transformarla en una especie de murga. No sé si nadie vio la burla o si prefirieron no darle bola.

En el comedor, donde pasábamos largas horas, cantábamos canciones de León Gieco, Sui Generis, Porsuigieco, Pastoral y otras de melodías entradoras. Yo había crecido con lecturas sobre “Sandokan” y “El corsario Negro”, así que disfrutaba enormemente de navegar sobre el Atlántico Sur. El “Bahía Buen Suceso” transportaba unas camionetas sobre la cubierta y en sus cajas, pasamos varias tardes con algunos compañeros que también prestaban atención a las dimensiones inverosímiles de las olas o a los vuelos de las aves marinas que de vez en cuando, acompañaban al barco.

Ingresar al canal de Beagle fue otra experiencia inolvidable. Tres años antes, Chile y la Argentina habían estado a punto de cometer el error más serio de su historia reciente por las tres islas que ahora, mirábamos desde la borda. El cielo, del mismo color que el mar y al norte, Tierra del Fuego. Silenciosa, amplia y misteriosa, ante los ojos de aquel puñado de pibes porteños que suponían que la única normalidad posible, era la capitalina.

Hicimos aquel viaje hace 40 años. En el verano siguiente, tocó que el “Bahía Buen Suceso” desembarcara en las islas Georgias del Sur, a un grupo de trabajadores argentinos, contratados para desmantelar viejas instalaciones balleneras. Fue el incidente que escalada mediante, terminó en la Guerra de Malvinas. Durante el enfrentamiento, aviones británicos atacaron a “nuestro” barco en el estrecho San Carlos. No se hundió, pero quedó seriamente averiado y no funcionó más. Ahora que desempolvo estos recuerdos, leo que la Marina Real Británica lo hundió en aguas profundas en octubre, cuatro meses después de finalizadas las hostilidades.

Tendría más cosas para contar, pero se hace larga la columna. Una de ellas, el partido de fútbol que jugamos contra los colimbas, donde había funcionado la cárcel de Ushuaia. Hoy es un museo. Cuatro décadas atrás, yo no sabía nada de Simón Radowitsky. Saber que caminé por donde transitaron sus pasos y que respiré el mismo aire helado, vuelve a conmoverme.

Hace unos meses leí “Abordajes literarios. Cuentos del mar”, un libro hermosísimo que compiló Juan Bautista Duizeide, con textos de Bradbury, Patricia Highsmith, Kafka, Jack London, Mallarmé, Edgar Allan Poe, Juan José Saer, Sarmiento y otros monstruos literarios, de ayer y de hoy. Mientras lo leía, recordé que yo también tenía “un cuento del mar” que compartir, modestísimas andanzas navegantes que viví con mis otros 15 compañeros de Secundaria, hace exactamente 40 años. Candor que se fue a pique en los siguientes, con tanta prisa y dolor como el “Bahía Buen Suceso”.

POR| Adrián Moyano | Foto. D.P.

“Rumble” o las raíces indígenas de bues y el rock

El círculo se cierra cuando Pura Fe canta sobre Charlie Patton. La mujer afirma que en la voz del blusero encuentra una manera de cantar que es la de su pueblo. Para quien firma, la superposición de voces y la afirmación de la cantante hizo el mismo efecto que la ficha cuando cae: un círculo se cerró.

Vamos por partes: Pura Fe (con tilde en la é) es la identidad artística de una neoyorquina que forma parte del pueblo tuscarora, una de las primeras naciones de Estados Unidos. Quizá desconocida por estas latitudes, el recorrido musical de Pura Fe arrancó en la época del sello Motown, abrevó en el folk y el blues para toparse con la música tradicional de su gente y otros pueblos. El territorio tuscarora original quedaba en Carolina del Norte pero desterritorialización mediante, los tuscarora sobrevivientes fueron confinados en una reserva, en Nueva York y cerca del lago Ontario. Fueron parte de la poderosa y célebre Confederación Iroquesa y a pesar del descalabro que sufrieron por parte de los ejércitos y colonos europeos, su cultura resiste y resurge. Desde los 60, Pura Fe viene anotándose varios porotos en esa partida.

Charlie Patton es un prócer. Se dice que nació en 1891 y por su talento iniciático recibió el apodo de “rey del blues del Delta”, en relación al Mississippi, claro. Cuando era todavía un niño, su familia tuvo que trasladarse a una célebre plantación de algodón: Dockery. Por allí pasaron también muchachitos como John Lee Hooker, Robert Johnson y Howlin´ Wolf. Cualquiera que entienda algo de blues, sabrá que estamos hablando de algo así como el cuarteto de los padres fundadores. También se dice que, al finalizar su adolescencia, Patton cantaba de una manera que marcaría un antes y un después en la música que, por entonces, se hacía. Todos y todas sabemos que el blues nació precisamente en las plantaciones, entre población afroamericana. Pero en general, pasamos por alto que aquellas explotaciones impiadosas -símbolo de esclavitud, explotación y racismo- se asentaron en territorios otrora pertenecientes a pueblos originarios. En el caso, que nos ocupa: chickasaw y choctaw.

La película “Rumble: the indians who rocked the world”, plantea una hipótesis tan perturbadora como lógica: el blues también hunde raíces en los ritmos y formas de cantar de algunas primeras naciones. Dispuesta a corroborar la teoría, la directora del film, Catherine Bainbridge, hizo girar un viejo disco de pasta de Charlie Patton en presencia de Pura Fe. La cantante acompañó espontáneamente el fraseo del blusero con inconfundible cadencia indígena y diantres: ¡el parentesco es muy evidente! Además, la película plantea que era usual a fines del siglo XIX que familias indígenas se hicieran pasar por afros para evitar males mayores. “Un descendiente de esclavos jamás disputaría territorio”, dice uno de los especialistas entrevistados. De esa manera, los despojados por Estados Unidos procuraban salvar la vida. Quizá fuera el caso de Patton, a quien se asigna ascendencia cheroqui.

“Rumble” debe su nombre a un tema de Link Wray. Para el gran público relativamente joven, su música trascendió al formar parte de bandas de sonido, en películas de Quentin Tarantino. Pero Wray sacudió al mundo de la música en 1958, cuando incorporó a la guitarra un sentido de la distorsión que nadie había experimentado aún. Precisamente, “Rumble” es su tema más icónico y en línea con los aportes que hiciera Patton en la génesis del blues, Wray se reivindicaba shawnee, otra de las primeras naciones de Estados Unidos. En la actualidad, nadie discute la ascendencia de Wray sobre el curso que adoptaría la guitarra en el hard rock primero, en el heavy metal después y luego, en el punk.

“Rumble” significa literalmente, retumbar y todos aquellos que tuvieron que esconder o disimular su identidad para poder sobrevivir, saben qué tan fuerte retumbaron los antiguos tambores en la intimidad de sus corazones para que los fuegos de la dignidad continuaran con su ardor. En Chile y en la Argentina, sabemos de qué habla “Rumble”.

Una última: la casaca que usó Jimi Hendrix en Woodstock no obedecía a una frivolidad. Es verdad que usar ropa de reminiscencias indígenas estaba de moda a fines de los 60, pero el tremendo violero también tenía ascendencia cheroqui. No por nada destruyó el himno estadounidense esa tarde apoteótica. Cofrades de “Sed y resistencia”, vean “Rumble”: está disponible en el blog Cinefilia Malversa. Está mal traducida y la calidad de imagen es inferior a la de las plataformas digitales, pero verán caer fichas por decenas. Verán que el círculo, cierra.

POR| Adrián Moyano | Foto. D.P.