Columnas

Después de tres siglos, volvió “Sed y resistencia”

COLUMNA| Adrián Moyano

Un placer volver al aire de “Décima Sinfonía” después de tres meses de pausa. Desde una perspectiva de largo plazo, 90 días son apenas una exhalación, pero ¡vaya si pasaron cosas mientras inspirábamos y exhalábamos! Sin consultar archivo alguno, la memoria del columnista se deja asaltar, por orden de aparición, por el bochorno que vivió la “primera democracia del mundo”, cuando un puñado de facinerosos intentó tomar por asalto el Congreso de Estados Unidos, ante la mirada atónita de buena parte del mundo. El papelón tuvo lugar poco antes del cambio de mando, cuando el todavía presidente Trump, azuzó a sus seguidores más descerebrados a protestar por los resultados electorales. ¡Qué espectáculo denigrante! Finalmente, el nuevo presidente asumió en tiempo y forma y ya dejó en claro que nada alterará la rutina imperialista de su país. Nada nuevo bajo el Sol.


También durante el verano que se acaba de ir, se manifestaron con toda crudeza las desigualdades planetarias: sólo 10 países, concentraron el 75 por ciento de las aplicaciones de vacunas versus el Covid19. El dato nos da la razón a quienes, cuando comenzó el asunto un año y monedas atrás, decíamos que muy lejos estábamos arribar al cambio civilizatorio que algunos filósofos, sociólogos y otros logos quisieron ver, ante la patente crisis del capitalismo. Los mandamases del planeta prevén salir del agujero con más capitalismo y con más desequilibrios de poder, como está a la vista. Geopolíticamente, está claro que Rusia y China vinieron a cuestionar la vocinglería estadounidense – europea, pero los que andamos con “Sed y Resistencia” no nos conformamos con cambiar de collar, ¿se entiende?
Y ya que estamos con cadenas y perros, el gobierno de Chubut apretó el acelerador y cuando el Sol ardía en Patagonia, intentó aprobar la ley que le permitiría zonificar la provincia para regalarle la meseta a las corporaciones mineras. No tuvieron en cuenta los miserables que allí gobiernan la perseverancia popular, que una vez más, se expresó en plazas y en rutas, no sólo en Chubut sino también en Río Negro. En Bariloche hubo movilizaciones en diciembre, febrero y marzo, con un grito claro y urgente: ¡agua para las huertas, no para las mineras!


Amigues de Puerto Montt y de Bariloche: por aquí, la derecha arrancó 2021 igual de desbocada que en 2020. Después de los incendios que asolaron la Comarca Andina del Paralelo 42, en particular, Lago Puelo y El Hoyo, un senador por Río Negro, el ex candidato a vicepresidente de Juntos por el Cambio y otros figurones de menor cuantía, salieron a adjudicar la autoría de los incendios a “células mapuches terroristas”, a la RAM, a la CAM y bla, bla, bla. Hicieron su irrupción en la prensa canalla y en las redes sociales con tanta rapidez como negligencia. Ni se fijaron en que el primer muerto que se cobraron los incendios fue el peñi Sixto Garcés Liempe, en el paraje Buenos Aires Chico. ¡Una eficacia de la hostia las “células mapuches terroristas”! Desde que comenzó la pretendida insurrección, van tres muertos (dos mapuche y un wenüy) y decenas de heridos (todos mapuche). Nada que ustedes, en Chile, no conozcan, después de décadas de montajes con la intención de solucionar por vía policial, un conflicto que tiene raíces históricas y que se originó, tanto allá como acá, en la usurpación por parte de los Estados del territorio mapuche libre, en el último cuarto del siglo XIX. ¡Ah! Como la ley en favor de la megaminería todavía no pudo pasar en Chubut, su gobierno aprovechó los incidentes que se produjeron en Lago Puelo cuando se concretó la visita presidencial, para criminalizar a activistas anti-minería, con allanamientos sin orden judicial y auténticos linchamientos mediáticos. ¿Democracia? Sí, sí… Democracia.
Pero hablemos también de cosas más lindas. Par de semanas atrás salieron nuevos álbumes de NOFX y de PJ Harvey, dos propuestas estéticas que supieron alumbrar nuestros caminos radiales 25 años atrás. Bueno, en realidad, el de PJ es un rejunte de demos que, de todas maneras, es bienvenido. En el pago chico y con los consabidos protocolos, volvió la actividad artística con la presencia de público. Igual, a juicio de quien firma, la brisa de aire más fresco vino por el lado de Sesiones Willin y el under de Bariloche. Desde fines de diciembre y por espacio de seis semanas, se estrenaron en YouTube pequeños shows, cada uno protagonizado por una banda de propuesta y sonido diferentes. Como amantes de la música, cada une tiene su corazoncito, pero más allá de las preferencias, Sesiones Willin vino a ratificar aquello que en “Sed y resistencia” sabemos hace décadas: la autogestión es el camino. Cuanto más profunda, más genuino el recorrido. ¡Que sea pleno el reencuentro, amigues de Décima Sinfonía! ¡Salud y libertad!

Que no le falte viento al pirata Ñankupel | Por Adrián Moyano

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Ahora está fascinado con no sé qué personajes de Lego, pero casi dos años atrás, mi hijo más pequeño sólo hablaba de piratas y preguntaba sobre más piratas. Una noche en la que justamente estábamos a orillas del mar, en Comodoro Rivadavia, surgió el interrogante: ¿hubo piratas mapuche? En la mesa se alzó la voz del chacha Jorge Spíndola Cárdenas, tremendo poeta, doctor en Ciencias Sociales y por espacio de dos años, vecino de Valdivia: sí hubo un pirata mapuche. Pedro Ñankupel, dijo.


Entonces, en lugar de agotarse las preguntas, se multiplicaron los interrogantes, pero ya no era Ayün quien las hacía, sino su padre, o sea, este columnista. En un lapso relativamente breve, la memoria de Ñankupel se hizo cuerpo, primero a través de una banda de punk rock y luego, de un libro. Son varias las respuestas: el pirata williche actuó en los últimos tramos del siglo XIX y en Chiloé. Fue un gran navegante el peñi y temprano defensor de la itrofilmongen, es decir, de toda la vida, al no admitir la devastación ambiental que el progreso significaba para el achipiélago de las Guaitecas.

Como siempre en estos casos, la leyenda se mezcla con la historia, pero dicen que se cargó a 99 inescrupulosos antes de que el Poder Judicial -la justicia es otra cosa- decidiera su fusilamiento. Una de las veces que anduve por Puerto Montt busqué infructuosamente algo para leer, pero debo a un gesto cordial del también poeta José Mansilla Contreras, vecino de Coyhaique, el tener a mano el libro de Enrique Valdés. Es una novela, sé que hay otros y que inclusive, existe una película en ciernes.
No todas las veces que quisiera, pero estuve varias veces en Chiloé y nunca nadie me habló ni vi seña alguna de Ñankupel.

Los dispositivos de silenciamiento funcionan bien en todos lados, pero tarde o temprano caen, hechos añicos. Estruendosa su caída, como los temas de la banda de Osorno. Me hice del CD de “Ñankupel” durante el Primer Encuentro del Libro y el Sonido Independiente que se hizo en Bariloche, el invierno pasado, con la organización de Simios Librepensadores, un terceto de cofrades. Atendía el puesto el guitarrista de la banda, Conselheiro, que además edita un fanzine. Dice la contratapa de la gráfica: “Tomamos el nombre de Pedro Ñankupel, peñi que luchó contra las injusticias de su tiempo en Chilwe, sobre todo contra los explotadores del ciprés”. Fue “condenado por la sociedad winka a ser fusilado por piratería, negándose incluso la sepultura en sus cementerios”. El Estado y el capitalismo no imponen semejante castigo, salvo que el condenado conmoviera seriamente sus cimientos.

Trescientos años de que naciera Ñankupel en Terao, los primeros españoles que arribaron al Ngulumapu observaron con detenimiento algunas costumbres mapuches. Como se sabe, los sacerdotes que aquí llegaron creían en el más tiránico de los dioses y se interesaron sobre todo, por encontrar paralelismos entre el Diablo y las manifestaciones de la espiritualidad ancestral. Uno de ellos, Diego de Rosales, que también supo asomarse al Nahuel Huapi, advirtió que cuando se producían tormentas eléctricas, los antiguos mapuche levantaban la vista hacia el cielo y observaban atentamente el resplandor de los refucilos y las rasgaduras de los truenos, mientras tocaban la trutruka, el kulkul y hacían afafan, es decir, proferían gritos de aliento. Los estampidos y estallidos de luz indicaban que en el alhue mapu, el Territorio de los Espíritus, los guerreros que ya habían partido continuaban la pelea interminable contra los wingka recién llegados. El weichan seguía en las alturas y aquí abajo, el deber era alentar con gritos y el sonido de los más estridentes instrumentos.


El domingo pasado hizo mucho calor en Bariloche. Al caer la tarde, nubes hacia el sur redondearon contornos poco usuales y adquirieron tonalidades casi negras. Estaba de espaldas pero alcancé a percibir el primer resplandor, seguido de su correspondiente descarga. Al segundo lo vi claramente hacia el sudoeste, donde más allá de la cordillera, se levanta Chiloé. Quizás haya molestado vecinos, pero mi grito de aliento fue para Ñankupel, el pirata williche que hizo justicia en Melinka y Las Huaytecas. En la novela de Valdez, su embarcación lleva  una curiosa bandera: un trapo rojo con la figura de una garza, parada sobre el hueso de un esqueleto. “Es la insignia de un pirata trabajador”, explica Ñankupel, mientras la arma. ¡Qué nunca te falte el viento! ¡Qué tu memoria hostilice siempre al sueño de los explotadores, pirata!

Hay canciones que suenan como la guerra| Por Adrián Moyano

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Seamos sinceros. Cuando en el siglo XXI decimos “canción de protesta” viajamos automáticamente a las décadas de 1960 o 1970 y nos imaginamos a un tipo o tipa, sólo munidos de guitarra y voz, más alguna armónica, en el mejor de los casos. La imagen no es del todo desacertada, pero en términos estrictos, las canciones de protesta sofisticaron su sonido con el devenir de las estéticas y los cruces entre el folk, el rock y otros universos sonoros. Sin ir más lejos, siete días atrás en esta misma columna, hablamos sobre “The revolution will not be televised”, un ráfaga de ametralladora contra la alienación no sólo televisiva que musicalmente, está muy cerca del funk y el soul.


El último domingo, el diario argentino Página 12 publicó una nota sobre “Even in exile”, flamante álbum solista de James Dean Bradfield, quien aprovechó una pausa en el trajín de Manic Street Peachers para despacharse con un homenaje a Víctor Jara. Al momento de idear esta columna, quien firma no había escuchado todavía la obra, una colección de temas inspiradas en el genio de Lonquén. Pero recordé que tenía ganas de hablar sobre la banda galesa porque precisamente, uno de sus temas la introdujo en la historia de la canción de protesta.


Cito la descripción del periodista especializado Dorian Linskey, a quien ya recurrí en varias ocasiones: “Es una canción acerca de los males del fanatismo –se martillean los nombres de Hitler y Mussolini-, pero suena fanática. Es como el informe final de alguien a quien se ha encargado de investigar las causas de una atrocidad y que, en lugar de aportar una serie de sabias y humanitarias recomendaciones, concluye que la peste moral campea a sus anchas y que la culpa es insondable. El cantante enuncia el veredicto final en un aullido estridente y distorsionado: “¿Quién es el responsable? ¡Tú eres el fucking responsable!” Se titula “Of walking abortion” y vuelvo a Linskey, “es sólo uno de los muchos momentos alarmantes en The Holy Bible”, el disco que la banda lanzó en agosto de 1994, es decir, 26 años atrás. El cantante de la banda era el mismo que hoy, saluda con su música al artista chileno. Un tanto en serio otro tanto en broma, en la Argentina los tangueros suelen decir que Gardel, cada día canta mejor. ¿Qué tanto me equivoco si digo que a medida que pasa el tiempo, la talla artística de Víctor Jara tiende a agigantarse? Pero vuelvo a Manic Street Peachers: el autor de la letra no era Bradfield sino Richey James Edwards, quien por entonces contaba con 26 años. Cinco meses después del lanzamiento, desapareció y nunca más se supo de él.


La banda nació en un pueblo minero del sur de Gales que sufrió una profunda crisis no sólo económica cuando el gobierno británico dispuso su cierre. El baterista, Sean Moore, primo de Bradfield, tocaba la trompeta en movilizaciones; el bajista que colaboraba en las letras, Nicky Wire, leía a Marx y Lenin, su primer poema se llamó “Después de 1984”, en referencia a la obra de George Orwell. Los cuatro habían abrevado en la tradición socialista de la región pero a mediados de los 90, pasaban por inadaptados y contradictorios. Además de los autores que ya mencioné, los muchachos admiraban a Burroughs en la narrativa; a Munch, Bacon y Warhol en el arte; a Ginsberg, Larkin y Rimbaud en la poesía y veían películas como “La ley de la calle” y “Apocalypse now”. “Cuando éramos jóvenes todo lo que queríamos era una banda que hablara de cuestiones políticas y nunca dimos con una. Todo era mero entretenimiento, canciones de amor que jamás cambiaron nada”, le dijo una vez a la prensa Edwards. Curiosamente, sus influencias más poderosas fueron Public Enemy y… Guns and Roses. La primera vez que tocaron en Londres, en 1989, una de las consignas que pudo leerse en sus remeras, decía: “Inglaterra necesita ya la revolución”.
Cuento corto: los Manic Street Peachers consiguieron sobrevivir a la desaparición de su compositor. En 2001 tocaron en Cuba. Cuando Bradfield le advirtió a Fidel que la banda haría mucho ruido, el comandante retrucó: “¿Más ruido que en la guerra?”. Los galeses habían cumplido su cometido: eran una banda que asumía posiciones políticas. Con respecto a Jara, dijo el músico en su podcast: “con los años se convirtió en una guía a seguir en todo el mundo, un tipo que creó una obra fascinante en un período de Sudamérica donde la derecha se manifestaba con mucha violencia. Y aun cerca de su final, cuando ya sospechaba todo lo que se venía, su música seguía siendo algo lleno de gracia. Eso realmente me impresionó. Me enseñó que siempre hay algo nuevo para hacer con una canción”. Y sumamos nosotros: no toda canción que protesta se limita a una guitarrita y una armónica. Hay algunas que se acercan a la guerra.

Por: Adrián Moyano.

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¡Chile! ¡No bajes las banderas!

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Si bien el grunge, el rock mestizo y la autogestión de los 90 dejaron marcas en el lomo de este columnista, debo admitir que culturalmente, más bien vengo de los 80. Contaba con 19 años cuando retornó la democracia a la Argentina a fines de 1983, consecuencia de la estrepitosa retirada militar después de la derrota en las islas Malvinas. Estudiante de Ciencias Políticas además, asistí al retorno de las movilizaciones, los actos y las campañas con expresión atónita, producto de la permanente sorpresa después de la larga noche que se había robado toda la adolescencia. La primera vez que escuché el cántico que auguraba el final de la dictadura fue en el estadio de Obras Sanitarias, por entonces, catedral del rock en Buenos Aires. Debió ser en algún concierto de Serú Girán, de Spinetta Jade o tal vez, de Milton Nascimento con el Negro Rada.

Cuando la primavera democrática ya había estallado, por varios años continuó la efervescencia militante y hablando de cánticos, hubo tres que hicieron que la mirada del joven se dirigiera hacia el oeste. Una tarde, en un acto al aire libre cuya consigna no recuerdo, escuché: “¡Allende, Allende, Allende no murió! ¡Lo mataron los yanquis…! Continuaba con un insulto que gracias a las compañeras feministas, ahora no vamos a repetir. Y sí, ya sé que por acá decimos Allende con “y” y que ustedes en Chile pronuncian diferente. En otra ocasión, me parece recordar que un concierto en el Luna Park donde más que rock sonaba canción popular sudamericana, unos compañeros más experimentados coreaban: “¡Chile, Chile, Chile! ¡No bajes las banderas, acá estamos dispuestos a cruzar la cordillera!” Ya era demasiado para el joven inexperto, que entonces empezó a preguntar a los más veteranos y a leer. Entonces supo de la vía chilena hacia el socialismo, de la Unidad Popular, del rol de la tristemente célebre ITT, de la CIA y sobre todo, de la continuidad de la dictadura. Simultáneamente, con las lecturas llegaron las canciones.

Por un período de cinco años aproximadamente, el rock hizo un paréntesis en mi banda de sonido original para que ingresaran las letras que hablaban de revolución, de Sandino, de Farabundo Martín, de darle tu mano al “indio” pero también de matanzas, allá en el norte de salitre y Sol despiadado. Cantaba de memoria “Plegaria de un labrador” y “El pueblo unido” y todavía las canto. Vino un par de veces Quilapayún a Buenos Aires y ahí estuve, en un teatro demasiado coqueto para tanta llamarada. Cuando del lado argentino empezaron los juicios contra los criminales de la última dictadura, mientras en Chile los horrores continuaban, el cántico pasó a mayores: “¡Atención, atención! ¡Toda la cordillera va a servir de paredón!” Creanme, quisiera cantar pero suelo desafinar y en “Sed y resistencia,  hay una estética que cuidar.

La última vez que estuve en Puerto Montt fue a comienzos de octubre del año pasado. Me habían invitado a presentar mi libro más reciente, junto al gran historiador de la Futra Willi Mapu, Eugenio Alcamán. Fue un honor compartir mesa con él, en una maratónica tarde de presentaciones y conversatorios. Estaba contento, porque además, un par de semanas después debía viajar a Santiago, para participar de “Amulepe. Primera Feria Mapuche del Libro”. Tenía que partir de Bariloche un miércoles para desarrollar mis actividades entre jueves y viernes. Pero la semana anterior Chile despertó y ante las medidas represivas que adoptó el gobierno, la feria se suspendió y luego, con el asunto del Covid19, quedó postergada eternamente.


Amigues de Décima Sinfonía: ¿saben cuántas veces tuvimos que escuchar del lado oriental de la cordillera que Chile era el modelo a seguir, que la economía chilena era pujante y que los tratados de libre comercio eran la panacea para sacar al país del atraso? ¿Saben hasta dónde nos tenían los neoliberales argentos con las administradoras de fondos de pensión y las desregulaciones? Somos muchos los que por acá, el domingo vamos a estar con la mirada puesta para el lado donde se pone el Sol. Somos muchos los que nos salimos de la vaina para votar “Apruebo + Convención Constituyente”, aunque seamos ciudadanos de otro Estado. Somos muchos los que queremos ayudar a cavar la tumba del neoliberalismo y a parir una constitución plurinacional. Somos muchos los que hoy como ayer, pedimos: “¡Chile! ¡No bajes las banderas!”.

Por: Adrián Moyano.

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Miles de Sandokan seremos

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Beneficiario, víctima y reproductor del patriarcado incluso ahora mismo, hasta no hace mucho me preocupé exclusivamente por ver qué tan lejos podía remontar mi genealogía por línea paterna. Como contrapartida, soslayé la materna. Pero dos años atrás encontré una canción que me hizo pensar en mi abuela Josefina… Se llama “E io era Sandokan“.

Creo que en Chile la inmigración italiana no fue tan significativa como en la Argentina. La recuerdo de ojos celestes y cuerpo grueso, una de esas mujeres que los domingos ¡los domingos! se levantaban a las 7 de la mañana para empezar con la salsa de tomate y las pastas caseras. Cuando el que firma ya era un grandote boludo, todavía seguía con aquello de: “¡es tan chiquitoooo!”

A mis 7 u 8 años, llegó a casa con un par de libros de la colección “Robin Hood”, aquellos de portada y cubierta amarilla que marcaron época medio siglo atrás. ¿Circularon en Puerto Montt? Uno era “Los tigres de la Malasia” y el otro “El Corsario Negro”, los dos de Emilio Salgari, justamente un escritor italiano. No era usual que nos visitara: ella vivía en Caseros –conurbano bonaerense- y nosotros en Villa Urquiza –la Capital-. Ida y vuelta, debió viajar todo el día, combinando buses y trenes.

Para mí, esos libros fueron muy significativos, los primeros que no tenían dibujos o ilustraciones, puras páginas de letras, los primeros libros de “grandes”. Leí primero el que hablaba de Sandokan y sus piratas, de sus paraos frente a los cruceros ingleses, de la altiva Mompracen y la complicidad traidora del rajah de Sarawak. De cañonazos y abordajes frente a la injusticia del colonialismo inglés.
Diez años después, cuando volvió la democracia a la Argentina, no recuerdo que Josefina hablara de política. Más bien, era un asunto de hombres. Por entonces pasaba algo parecido a lo del presente: la política dividía familias hasta la enemistad. Al menos, así lo viví yo. ¡Vaya si me enemisté con mis mayores!

Josefina no hablaba de política pero con su regalo, sembró la semilla del anticolonialismo en su nieto. No importa si lo hizo a propósito o no, la cuestión es que pudo regalarme cientos de libros pero eligió “Los tigres de la Malasia” para mi lectura inaugural.
En 2018 escuché por primera vez “E io era Sandokan” en la versión de Banda Bassotti. Como no entiendo italiano, espontáneamente pensé que hablaba de aquel príncipe desposeído de su reinado por la agresión inglesa en la lejanísima Malasia. Pero no, la letra refiere a la resistencia contra el fascismo en la Italia de la Segunda Guerra Mundial. Sandokan era el “nombre de guerra” de un combatiente, quien entabla una conversación con un compañero y no puede darse a conocer con su nombre verdadero. Hay unas líneas de la historia que me conmueven especialmente. Traduzco yo, total el traductor de Google es más rígidos que poste de alumbrado: “todos estábamos prontos a morir / pero no hablábamos de la muerte, hablábamos del futuro. Si el destino nos aleja, el recuerdo de aquellos días / siempre unidos nos mantendrá”.
Cuando me propuse compartir el hallazgo de “E io era Sandokan” con la audiencia de “Sed y resistencia”, supe que en realidad, ningún partisano había alcanzado a entonarla. La canción data de 1974, cuando formó parte de la banda de sonido de “Nos habíamos amado tanto”, una película de Ettore Scola que todavía no vi. La Segunda Guerra había terminado tres décadas antes. Pero está a la vista que el fascismo recobra vitalidad en buena parte del mundo, inclusive en Chile y la Argentina. Como las resistencias también, en 2020 “E io era Sandokan” ya se escapó del film y se convierte en más cierta que la verdad.

Cuando la descubrí, el anterior gobierno argentino había decretado que las Fuerzas Armadas podían volver a enfrentar a su pueblo y obvio, también al pueblo mapuche. No fueron casuales entonces, el Tigre de la Malasia, los partisanos y mi abuela. Como aquellos y aquellas que se pararon ante nazis y fascistas 75 años atrás, miles habremos de ser “Sandokan”. En mi caso, gracias a Josefina, la madre de mi madre.

Por: Adrián Moyano.

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Entre Puerto Montt y Bariloche, por el camino de los antiguos

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Se aproximaba el momento de pensar alguna temática para esta columna y más que pánico ante la hoja en blanco, el columnista lucía tan falto de ideas como las autoridades sanitarias de nuestros países a la hora de circunscribir el Covid19. Fue entonces que a través del conductor, supo que a partir del quinto capítulo, “Sed y resistencia” ganará el aire de Bariloche a través de FM Los Coihues, radio que funciona en el barrio del mismo nombre. Entonces, se hizo la claridad.

Amigues puertomontinos: por aquí conocemos como Villa Los Coihues a un particular suburbio que se alza a 12 kilómetros del centro, a orillas de un lago de fisonomía tan preciosa como falso su nombre. El Gutiérrez se llamaba Karülafken hasta fines del siglo XIX, cuando pasó por allí Francisco Moreno, un saqueador de tumbas indígenas que todavía es héroe para la ideología del Estado. El pretendido explorador no sólo presumía de sabio al medir los cráneos de sus anfitriones mapuches o tehuelches, además tenía particular predilección por imponer nuevos nombres a lagos, ríos o montañas que encontraba a su paso, como gesto de genuflexión hacia sus sponsors. Karülafken significa Lago Verde y basta con retozar en sus orillas un atardecer de otoño para comprobar qué tan acertada era su denominación. Sobre todo su margen oeste y cabecera norte se relacionan íntimamente con la historia de Puerto Montt o mejor dicho, con la antigua Melipulli.

Desde que los españoles pusieron sus plantas en Chiloé, a mediados del siglo XVI, buscaron caminos que les permitieran cruzar la cordillera para llevar a buen término sus malocas, es decir, sus expediciones esclavistas. En 1620 llegó a estas playas una de esas excursiones, aunque por el viejo Camino de las Lagunas, es decir, el Pérez Rosales de la actualidad. El cronista anotó que en el lago Nahuel Huapi vivían unos “indios puelches”, que evidentemente, se expresaban en mapuzungun. A comienzos del siglo siguiente, el cura Guillelmo escuchó en Castro el testimonio de un viejo soldado, quien dijo conocer una senda que permitía llegar al lago por vía terrestre, sin tener que alternar tramos fluviales y lacustres. Quedó en la historia como El Camino de Vuriloche y siempre fue intención de los loncos puelches de este territorio, que sus secretos permanecieron en las penumbras de los bosques, las nieblas matutinas y las lluvias sempiternas. Guillelmo consiguió redescubrirlo con la ayuda de la corona y fue posible que soldados españoles se internaran en Ralun –extremo noreste del Seno del Reloncaví- y acamparan en la margen sur del Nahuel Huapi en tres días. Así le fue al sacerdote: según los historiadores de su orden murió envenenado y a los pocos días de que el camino quedara franqueado, la misión jesuita que aquí funcionaba fue atacada por un malón puelche-pehuenche que terminó con la presencia imperial.  Aquellos loncos no podían permitir que quedara expedito el camino hacia Chiloé porque no tenían ninguna intención de quedar expuestos a las ambiciones conquistadores. Incendiaron la misión y el bosque hizo su trabajo: el Camino de Vuriloche volvió a cerrarse. Cuando 85 años después, otra expedición española quiso llegar al Nahuel Huapi, no pudo hacerlo por vía exclusivamente terrestre y tuvo que ensayar el viejo y trabajoso Camino de Las Lagunas.

El Camino de Vuriloche recién se redescubrió en 1903, cuando Chile y la Argentina discutían por dónde debía pasar el límite de los territorios que recientemente habían conquistado a mapuches, tehuelches, selk’nam y otros pueblos. Los estudiosos establecieron que después de iniciarse en Ralún, el camino franqueaba el cerro Tronador por el sur hasta dar con la parte occidental del lago Mascardi y seguir hacia el norte por el lago Gutiérrez, para terminar en inmediaciones de donde hoy, se levanta Villa Los Coihues. Estas palabras se irradian por primera vez no muy lejos de Calbuco, desde donde partían los intrigados españoles que buscaban el Camino de Vuriloche. Y en segundo término se escuchan donde la senda llegaba a su fin. Caminos antiguos son los que seguimos, con la misma “Sed y resistencia” de aquellos que supieron custodiar sus secretos para estirar su libertad.

Por: Adrián Moyano.

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Víctor Jara: el hombre que era quien decía ser

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Había que animársele a “33 revoluciones por minuto. Historia de la canción protesta”. El libro ofrece un grosor que rivaliza con un bloque cerámico y es de origen español, circunstancia que en la Argentina implica erogar un montón desproporcionado de billetes. Además, algunas editoriales españolas parecen suponer que sus publicaciones sólo se van a leer unas cuantas cuadras a la redonda de su sede, quede ésta en Madrid o Barcelona. En consecuencia, la versión en castellano desborda de tíos, gilipollas, chavales, bolos, rollos y majas que complican la lectura desde el sur del sur. El autor es Dorian Linskey, inglés que escribe para The Guardian y publicaciones especializadas de su país. Un tipo que está tan en el ruedo que sobre todo en algunos de los últimos capítulos, utilizó sus propias entrevistas a integrantes de los Clash, Dead Kennedys o Green Day como fuente.


Había que animársele al bodoque de 942 páginas pero no sólo el título es hermoso: que consagrara capítulos a U2, Rage Against The Machine o Radiohead comenzó la tarea de ablande. Que el texto arrancara con Woodie Guthrie, Bod Dylan, Pete Seeger terminó de convencerme porque he de admitir, el folk estadounidense forma parte de mi banda sonora en los últimos 10 años, aunque también descuella en mi lista Billy Bragg, prócer inglés de la canción proletaria. Su lectura me acompañó el último verano, hace una eternidad.


Advierte el autor que canciones protestas se escribieron y cantaron en buena parte del mundo pero que –por razones comprensibles- su enfoque es básicamente anglosajón. Su análisis sólo se escapa de Estados Unidos y Gran Bretaña para recalar en los orígenes del reggae en Jamaica, en Sudáfrica y su lucha contra el apartheid y en el inolvidable Fela Kuti, fundador del afro beat. Sólo un sudamericano se ganó un lugar en “33 revoluciones por minuto”: Víctor Jara.


Para quienes caminamos por la vida “con el alma llena de banderas”, el capítulo pertinente no aportará grandes sorpresa, aunque sí algunos episodios no muy conocidos. Por ejemplo, el que firma ignoraba que en el invierno santiaguino de 1971, Phil Ochs conoció a Víctor de casualidad. Contemporáneo de Dylan, Ochs tituló a su primera banda Singing Socialists. Un tanto en broma, otro en serio, declaró que sus letras provenían de la Newsweek y su música de Mozart, por aquella vieja diferenciación entre canción protesta y de actualidad. Tuvo sus momentos de gloria en los 60 y cuando supo de la experiencia socialista en Chile, quiso en persona ver de qué se trataba. Esa misma noche, 31 de agosto, Víctor tenía que tocar en el entretiempo de un partido de básquet que disputarían un equipo universitario y otro de mineros. Invitó a Ochs a cantar un par de canciones. Después, actuaron juntos en la televisión nacional. Días más tarde, en una carta familiar, el estadounidense escribiría: “Acabo de conocer lo auténtico de verdad. Pete Seeger y yo no somos nada comparados con esto. Éste hombre es realmente quien dice ser”.


Dos años después, sabemos qué sucedió. Ochs se enteró de la muerte de Víctor al regresar de otro viaje por África y quedó devastado, a tal punto que entrevió su propio final. Pero antes, transformó el dolor en energía y organizó un concierto a beneficio para llamar la atención del público estadounidense, al que tituló “Una noche con Salvador Allende”. La venta de entradas no iba bien hasta que Ochs se cruzó con Bob Dylan por el Greenwich Village y desembuchó todo lo que sabía sobre la situación en Chile, incluido el heroico final del “compañero presidente”. Dylan se sumó al concierto y rápidamente, las entradas se agotaron. La asistencia fue multitudinaria e incluyó a Joan Jara e Isabel, viuda de Allende. Además de Ochs y Dylan, participaron Arlo Guthrie y Pete Seeger. El estadounidense amigo de Víctor alcanzó a ver la caída de Saigón en 1975 pero al año siguiente, se quitó la vida. A diferencia suya, el autor de “Manifiesto” estaba en la plenitud de su expresividad artística cuando fue asesinado por militares. No acordaba con la expresión porque prefería hablar de canciones revolucionarias. Pero es el único sudamericano que mereció un capítulo en “33 revoluciones por minuto. Historia de la canción protesta”.

Por: Adrián Moyano.

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